En los años 90, en materia de educación ambiental, escuchábamos la frase: ¿qué mundo le dejaremos a nuestros hijos?
A finales del siglo pasado grupos de activistas pedían a voces que había que hacer cambios para no desgastar al planeta. Uno de los primeros llamados de alerta lo hizo Rachel Carson en su libro Primavera Silenciosa. Muchos lo pasaron por alto y otros empezaron a plantearse la necesidad de educar para crear consciencia sobre el cuidado del medio ambiente. Se decía entonces que el planeta no nos pertenecía, que lo tomamos prestado de nuestros hijos. Ahora, en la segunda década del siglo XXI, la preocupación dio la vuelta: ¿qué hijos le dejaremos al planeta? ¿Qué clase de seres humanos le vamos a dejar a la Tierra? Aquí se abre una conversación sobre nuestra capacidad de cuidar el planeta.
Me pregunto frecuentemente de qué manera estamos fortaleciendo en nuestros hijos su relación con el entorno, en especial hoy que vivimos en una crisis de ceguera que nos está llevando hacia la autodestrucción. Las adicciones, la diabetes, falta de autogestión emocional, neurosis, soledad, egocentrismo, etcétera, hablan de una crisis a nivel personal en un mundo cada vez más individualizado.
Vivimos en una inmersión individualizada en una realidad social y económica muy difícil, vinculada a una crisis mundial muy fuerte donde las familias son, por supervivencia, más nucleares. Quien no mira alrededor de sí mismo no cuida del otro, no se siente parte de la comunidad y, con mayor razón, no sabe cuidar del planeta. La pregunta es: ¿estamos siendo capaces de ayudar a nuestros jóvenes a levantar la mirada lo suficiente para reconocer la realidad y lograr reconocer su papel para cambiarla?
Estamos tratando de romper paradigmas desde hace muchas décadas y uno de ellos es la educación y la crianza: ¿cómo criar a nuestros hijos de manera más humana, menos individualizada y con mayor sentido de comunidad? En este sentido, una fuerte tendencia ha sido pelearnos con el autoritarismo ejercido en ambientes educativos durante siglos. Estamos intentando no caer en una educación autoritaria, que puede llegar a ser fría, tradicional y sesgada. Al caer en esta dinámica nos hemos hecho parte de una educación sectaria y poco o nada crítica, donde lo importante ha sido marcar la diferencia respecto del resto, demostrando lo que sabemos y lo que tenemos, sin dar valor a lo que somos: esto nos ha llevado a perder la parte humanizadora de la educación. Incluso en las escuelas de educación alternativa (para referirnos a las que no se rigen por un sistema tradicional), los padres exigen que sus hijos reciban –por lo que pagan– muchos conocimientos y que estos sean evaluados. Los padres quieren ver resultados: miden la educación de sus hijos por la información contenida en ellos, y este hecho nos ha alejado de la parte humana.
Llueven preguntas dentro de mi cabeza: ¿Qué tipo de seres humanos estamos formando en las escuelas? ¿Formamos seres autenticamente amables? ¿Educamos niños, niñas y jóvenes en la conciencia del cuidado de sí mismos y que saben cuidar del otro? ¿Formamos seres con capacidad de observar el entorno y de intuir qué es lo que se necesita? ¿Qué es lo adecuado para que los niños puedan razonar –según su edad, por supuesto– y mantener una educación dialógica?
Razonar adecuadamente para el beneficio de la mayoría… podría ser una máxima. Pero algunas sociedades están solo viendo por el beneficio individual, sin importar que esto implique pisar al otro a fin de conseguir una meta. Dejar al otro atrás, sin poder fomentar la colaboración en comunidad.
En esta discusión, el nivel cultural que posea un niño puede marcar la diferencia. En algunos lugares o entidades educativas se busca llenar al niño de información y eso es un aspecto importante; pero también es valioso el lugar que le damos a la cultura. Conocer qué cultura existe en el lugar geográfico, qué saberes se transmiten por generaciones, cómo se construye su cosmogonía, su pensamiento colectivo, cómo se protege la sabiduría tradicional. Porque el niño desde pequeño se va empapando de la cultura del lugar donde habita, dónde comparte socialmente: familia, calle, escuela, pueblo o ciudad.
En México, concretamente en los pueblos, hay muchas personas que son calificadas de analfabetas, porque no saben leer ni escribir. Sin embargo, estas personas tienen mucha cultura en variados aspectos. Y la educación moderna, que es una creación verdaderamente nueva en la historia humana, no siempre entrega cultura.
Queremos que los niños vayan a las escuelas para que aprendan a leer y escribir. En mi opinion, esta es una visión muy estrecha de la labor escolar. La comunidad educativa, que incluye a maestros, estudiantes y sus familias deberían preguntarse: ¿Qué clase de hijos le vamos a dejar al planeta? Se ha perdido la capacidad de conversar para aprender en colectivo. Podemos aceptar que cometemos errores. Nuestras generaciones anteriores también los cometieron; la sociedad en general los ha cometido y por su puesto que las escuelas también.
Creo que la educación debe centrarse en formar desde el reconocimiento de los valores, y para mí aquí, en El Sabino, los valores más sustantivos son el respeto y el cuidado. Si yo me cuido puedo cuidar del otro. Interiorizando esto puedo respetar y cuidar el medio ambiente, cuidar mi entorno, cuidar mi cultura, cuidar mi comunidad de la cual soy parte.
Con esta atención es posible que dejemos a nuestro planeta una generación que pueda intuir lo que se necesita en una situación, en un problema, en un dilema; luego razonar qué sería lo adecuado y saber si son la persona de esa comunidad que en ese momento puede influir por el bien más alto de dicha situación. A partir de ahí, estaríamos dejando a nuestro planeta, más y más personas que podrían construir un mundo equilibrado por el bien colectivo, por la existencia y la defensa de la vida en el planeta.